martes, 17 de enero de 2017

Verte leer.

   Para mí, una de las mayores bellezas la encontré cuando te vi leer una noche.
   Fue un momento cautivador, y hubiera deseado desaparecer de tu consciencia para convertirme en un ser diminuto que, escondido tras un mechero, te observara durante horas y horas.
   El leve fruncido de tu frente, el ávido recorrido de tus ojos, de izquierda a derecha, de arriba a abajo, esa sensación de aliento contenido, de actividad contenida y concentrada toda en el tercer ojo, y el resto del cuerpo en total sumisión a la fiera actividad intelectual.
   Como si el paso del tiempo no existiera.
   Nunca percibí antes de forma tan delicada y sutil una entrega profunda e irreversible a la lectura.
   La vida que se puede percibir en este espectáculo invisible bien podría compararse con la observación minuciosa de una ciudad de bola de nieve, de esas que están en el interior de bolitas de cristal, ciudades de nevada infinita, que estuviera realmente compuesta por una microsociedad que respira, duerme y se hace preguntas.
  Verte leer es sentir la inquietud en la quietud.
  Verte leer es mecerse en el oleaje de tu misterio.
   Al verte leer entro, de esta forma, en un olvido indefinido de mí misma cuya única acción es, sencillamente, contemplar.

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