jueves, 24 de marzo de 2016

Los días grises son ahora color sepia.

 
Me he dado de bruces con el color sepia con que se ha teñido mis alrededores. Mis ojos ya no tienen más color que el conjunto de distintas tonalidades del marrón papiro polvoriento.
La primavera comienza explosiva y yo me desespero como quien quiere escuchar una ópera siendo sordo. Y mis sueños, mis anhelos, mis principios... se han diluido con el tiempo tornándose sus aguas como la del vaso donde se limpian los pinceles.
Tan sólo me tranquiliza la melancolía naranja de los amaneceres y atardeceres. Su silencio. La noche me engulle amorosa, inmensamente solitaria, y la radiante luz del sol se burla y me señala con sorna y una sonrisa torcida.
Las letras de las lecturas se desordenan en mi cabeza, la música enreda los cables de mis nervios con angustioso resultado; todas mis ideas no hacen más que ruido seco de maraca, rebotando dispersas contra mis sienes. El mínimo comentario se torna graznido a mis oídos. El mínimo pedido es una losa atada a mi fina muñeca. Y el miedo...


Se hace el silencio cuando me pregunto. Este miedo es lo único concreto que siento que tengo ahora, lo único que puedo palpar, y que es bien inútil. Este árbol del miedo florece con distintas razones en cada rama, pero el tronco... el tronco no sé qué es y las raíces no sé de dónde vienen, ¡ni qué las alimenta, maldita sea!
La arenilla se me escapa entre los dedos, y es así como al final me quedo sin fuerzas y no hago más que enterrar los relojes de mi vista, y cada tic tac que escucho, es un martillazo más al muro protector de mi control emocional. Y me enfurezco. También inútil. Así paso los días, como ascensión de humo de incienso, en espiral.