lunes, 18 de noviembre de 2013

... sigue el sendero.

Un sendero que se alejaba del camino principal, se encontraba casi oculto por los grandes matorrales y elechos del bosque. Un bosque de árboles milenarios, grandes, inmensos, medianos, pequeños, nervudos, ancianos, sabios y justos. Un bosque de criaturas desconocidas, distantes, que nadie puede ver, salvo quizás la noche y la propia naturaleza.
La luz que apenas podía filtrarse a través del follaje de los árboles más prominentes eran rayos en los cuales podías asombrarte de la danza del polvo y el silencio. Y esa era una de las mayores virtudes de ese bosque. Su silencio, un silencio natural, por supuesto. El tibio y apenas audible susurro de la brisa conversando con los árboles y sus hojas, el tímido y juguetón tintineo de los arroyos que atraviesan el bosque, los suaves y lejanos ecos de los cantos de las aves. Todo un paraje. Un mundo con su propio idioma.
En un sendero que se alejaba del camino principal, se encontraba aquel hombre. Corriendo. Más tropezando que corriendo, pues estaba gravemente herido y la vista se nublaba con lentitud pero progresivamente.
Se adentró por aquel sendero que le había sido mostrado por el bosque a él, mientras los guardias seguían por el camino principal corriendo y dando voces. Enturbiando la paz de aquel lugar sagrado.
Cuando ya no los oía gritar por ningún lado, aminoró el paso para coger aliento. Caminó con lentitud por ese sendero, casi paseando. Estaba mareado, pero el aire de ese lugar tenía algo que lo mantenía en pie a pesar de la gravedad de su herida y toda la sangre que había perdido. Siguió caminando, observando casi a cámara lenta todo cuanto le rodeaba. La luz, los pájaros de hermosas combinaciones de colores, el canto del arroyo... un arroyo. Habia un arroyo que no había visto ni oído antes, y encima de él un hermoso puente de madera cubierto por madreselvas que perfumaban el lugar. El puente le condujo a un hermoso y amplio claro, el cual estaba iluminado por mucha luz. Un lugar verde, muy verde. Los árboles eran de menor tamaño, similares a olivos, encinas y sauces llorones, todos muy verdes. El polen y las semillas revoloteaban por el aire y la luz junto con las azules libélulas del arroyo y las doradas abejas del pequeño prado. Y muy escondida, una pequeña pero bella cabaña de madera que se fundía con el bosque. Sus paredes, con la textura de las cortezas de los árboles y las largas y finas ramas de los sauces llorones hacían de cortinas para las redondas ventanas de cristal, las cuales se hallaban abiertas. Una larga chimenea de piedra cubierta de hiedra, por la cual salía humo y una preciosa puerta de roble, obalada en la parte superior y con cenefas decorativas en sus bordes. Allí finalizaba el sendero.
El hombre, con la vista ya casi fuera de foco, empleó sus últimas fuerzas en correr hacia esa cabaña, y desplomóse en la entrada. Lo último que vió antes de desvanecerse fue la imagen borrosa de una joven dama, rodeada de tanta luz que apenas la distinguía, que se inclinaba hacia él.
Durmió durante días y cuando despertó aún se sentía débil, pero sano. Se encontraba en una blanca cama de sábanas de lino, y él mismo estaba limpio y con prendas blancas con bordados sutiles pero elegantes. Miró el espacio. Todo se encontraba en la misma habitación: la cocina, la chimenea, un dorado y gran balde para bañarse con un biombo de cobre bruñido y madera que estaba cerrado, a un lado. Una casita de una única habitación, colmada de detalles naturales, cálida, acogedora, hermosa, elegante, natural, mística... un hogar. Todo apuntaba a la pertenencia de un ser femenino.
El hombre se incorporó, sentándose en la cama y reparó en una nota que había en la mesilla, al lado de la cama, que estaba acompañada de un humeante cuenco de sopa. Una sopa cuya fragancia invadía todo su ser. Antes de tomar la sopa leyó la nota: No te levantes de la cama; tómate la sopa con calma. Volveré antes del atardecer. Temo que al sueño antes debas ceder.   
El hombre no perdió más tiempo y con gusto engulló la sabrosa sopa. No tardó en volver a quedarse dormido. Pasaron dos días así. Dos días en los cuales cada noche era asolado por pesadillas
 y siempre se despertaba por una voz tan bella que todos sus miedos se esfumaban y su cuerpo se iba calmando hasta que dejaba de temblar por completo y entonces el hombre volvía a dormirse profundamente, sin soñar nada, sólo descansando.
La tercera noche fue la peor de todas; las pesadillas lo tenían completamente dominado, gritaba, y se retorcía con el cuerpo bañado en sudor. Creía que no iba a aguantar más cuando de pronto se despertó y vió a su lado, sentada, a una dama. Preciosa, con la piel clara cuyo tacto parecía aterciopelado, mejillas sonrosadas, cabellos largos y castaños que le cubrían la espalda y parte del pecho hasta la cintura; suaves ojos grises azulados, y una sonrisa... una sonrisa que hacía contener la respiración y que los ojos se te llenaran de lágrimas. Tan sincera, tan bondadosa, tan cálida y tan llena de frescura... la joven, al ver al hombre absorto en mirarla, rió una risa cantarina, similar al repiqueteo de campanitas. Al hacer un ademán de retirarse, el hombre la detuvo, mirándola con ojos suplicantes:
- ¡por favor, no te vayas!
La joven lo miró, con una mirada profunda, y volvió a sonreirle con su sonrisa pura.
Se inclinó y le susurró:
- Ya estás completamente restablecido. Mañana por la mañana podrás marchar y recorrer el mundo. Largo camino te queda hasta tu destino. Pero recuerda, siempre que me necesites...