Abrió los ojos. El agua del río todavía resbalaba sobre su
aterciopelada y blanca piel... se incorporó hasta erguirse del todo. Su suave
túnica plateada brillaba bajo el sol tan intenso que aquella mañana bañaba el
bosque. Era un día como tantos otros, como tantos de una eternidad infinita, y
sin embargo estaba cansada. Presentía que algo iba a cambiar, no sabía el qué,
y eso era lo que más le inquietaba.
Había visto nacer, vivir y morir tantos humanos, tantas
criaturas… Había llorado sus muertes desconsoladamente hasta que al final los
siglos terminaron por dejarla sin lágrimas, y ahora sólo podía sufrir en
silencio.
El bosque estaba quieto... demasiado quieto, pero sus agudos
oídos podían oír hasta el crujido más leve y enseguida pudo oír los cascos del
caballo que entraban en el principio del bosque, su bosque...
Se deslizó sin hacer ruido, tímida pero segura, como si
volara sobre la hierva, hasta dónde había oído aquel sonido. Vio al caballo,
pero no pudo ver el rostro del jinete, que se encontraba tapado por una oscura
capucha de cuero, a pesar del que el día se mostraba caluroso.
Por primera vez en su larga existencia sintió algo extraño,
su corazón dio un vuelco y comenzó a latir desenfrenadamente. Ella se asustó,
pues nunca le había pasado algo semejante, y por un momento sitió que se
desvanecía; logró contenerse a tiempo, pero no pudo evitar mover su delicado
pie un par de centímetros como acto reflejo para evitar la caída y pisó una
rama que sobresaltó al caballo. Éste abrió mucho los ojos intentando localizar
un lobo o un animal que pudiera ser peligroso, y aunque sus ojos no vieron
nada, él seguía sintiendo una presencia extraña, una presencia poderosa, y eso
no dejaba de ponerle nervioso.
Ella estaba concentrada descifrar el significado de aquel
sentimiento, a la vez que trataba de controlarlo para no delatarse y que el
caballo huyera llevándoselo consigo...