martes, 15 de abril de 2014

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   Había una vez un granito de arena que se despertó una mañana.
   Le daba fuerte el sol en la cara, de manera que debía ser ya bien entrada la mañana. Abrió un ojito con cuidado, para no dañarse, y después otro. Miró a su alrededor y no entendió lo que había pasado. El aire era diferente, el sol, las plantas... y no se trataba únicamente de un cambio de estación, no. Había vivido eso. Esto era mucho más profundo, mucho más... no encontraba una palabra...  ni siquiera reconocía un concepto que representase lo que había ocurrido.
   Escuchó las gaviotas hablar, pero no las entendió. Había cambiado su lenguaje. Era mucho más tosco, menos natural, y como en alerta constante, con miedo… Olió la brisa del mar. No era la misma. Era mucho más densa y olía a muerte. Su rumor era un lamento lánguido.
   En todo este escenario que no reconocía y cuya tristeza predicaba como sabiendo su final, el granito de arena tenía unas enormes ganas de llorar, si eso hubiera sido posible en el organismo y sensibilidad de un granito de arena.
   Miró a su alrededor. Formaba parte de un montón de rocas y polvo, pero… no era rocas sin más, estaban talladas y daba la sensación de haber estado ordenadas de una manera lógica antaño. Era parte de unas ruinas. De golpe le vinieron, atropellados, los recuerdos e imágenes, olores y sonidos, sensaciones y energías de más de 2000 años de existencia. Probablemente, si no hubiera sido un granito de arena, le habría dado un shock emocional, pero los granitos de arena poseen una memoria prodigiosa y mucho espacio de almacenamiento, debido a su longevidad.
   Se dio cuenta de que había estado dormido mucho tiempo y el mundo había cambiado.