Había
una vez un granito de arena que se despertó una mañana.
Le daba fuerte el sol en la cara, de
manera que debía ser ya bien entrada la mañana. Abrió un ojito con cuidado,
para no dañarse, y después otro. Miró a su alrededor y no entendió lo que había
pasado. El aire era diferente, el sol, las plantas... y no se trataba
únicamente de un cambio de estación, no. Había vivido eso. Esto era mucho más
profundo, mucho más... no encontraba una palabra... ni siquiera reconocía un concepto que
representase lo que había ocurrido.
Escuchó las gaviotas hablar, pero no
las entendió. Había cambiado su lenguaje. Era mucho más tosco, menos natural, y
como en alerta constante, con miedo… Olió la brisa del mar. No era la misma.
Era mucho más densa y olía a muerte. Su rumor era un lamento lánguido.
En todo este escenario que no
reconocía y cuya tristeza predicaba como sabiendo su final, el granito de arena
tenía unas enormes ganas de llorar, si eso hubiera sido posible en el organismo
y sensibilidad de un granito de arena.
Miró a su alrededor. Formaba parte de
un montón de rocas y polvo, pero… no era rocas sin más, estaban talladas y daba
la sensación de haber estado ordenadas de una manera lógica antaño. Era parte
de unas ruinas. De golpe le vinieron, atropellados, los recuerdos e imágenes,
olores y sonidos, sensaciones y energías de más de 2000 años de existencia.
Probablemente, si no hubiera sido un granito de arena, le habría dado un shock
emocional, pero los granitos de arena poseen una memoria prodigiosa y mucho espacio
de almacenamiento, debido a su longevidad.
Se dio cuenta de que había estado
dormido mucho tiempo y el mundo había cambiado.