viernes, 27 de septiembre de 2013

La dama que escribía cartas de amor.

Jacqueline paseaba por los cuidadísimos jardines franceses de su lujosa mansión, en un día vacío. Un día nublado pero muy luminoso. Paseaba sola, despacio, con su caro vestido rococó, con sus bellos y rubios rizos, recogidos cuidadosamente de lado, con su hermoso abanico vienés, cerrado, sujeto con las dos manos en el pecho.
Paseaba en silencio, sin proferir más que susurros con sus intermitentes suspiros.
Hacía tiempo que se había ido, hacía meses, no recordaba ya cuántos, que se había marchado sin ninguna despedida más que un profundo abrazo y una sonrisa viajera llena de entusiasmo e ilusión. Él, su compañero. ¿Dónde estaría ahora? 
Paró de andar, cerró los ojos inclinando levemente la cabeza, respirando profundamente. Llevaba ya 20 años utilizando corsets y no terminaba de acostumbrarse.
Recuperada ya, reanudó el paseo y se enfrascó nuevamente en sus pensamientos.
Sin noticias, sin nada, salvo su idea, el resto de su estela flotando por cada habitación de la casa... ya no podía entrar en su estudio sin que un enorme peso llenara su corazón empujándolo hacia abajo como si la gravedad quisiera arrancárselo del pecho. A veces ya no sabía si le costaba respirar por el corset o por la falta de oxígeno que originaba su ausencia. Triste, desgarrada en ocasiones, valiente y decidida en otras. Un océano de emociones y calma, mezclados, separados, vueltos a mezclar, como una marea, que siempre se mece, que nunca cesa.
En esos momentos ella padecía de su delirio mensual, su tiempo débil, y corrió, sujetándose las faldas con las manos y moviendo los hombros para darse impulso, hacia la gran casa. Una vez allí, se armó de valor y entró en el estudio. Hacía tiempo que no entraba y los pocos rayos de luz que invadían la estancia iluminaban las miles de millones de partículas de polvo que flotaban en el espacio como si de estrellas se trataran. Se quedó unos segundos en la puerta observando el espectáculo, respiró hondo y entró.
Se sentó con suavidad en la hermosa silla de madera tallada, enfrente del escritorio; cojió una pluma, negra como el azabache, introdujo su plumín en el tintero de tinta de agalla y con mucho cuidado, comenzó a escribir en un una hoja amarillenta. La hoja crujía bajo el ir y venir de los trazos del plumín. Así decía la carta:

     Querido compañero: Te escribo por enésima vez, como siempre, para contarte las cosas que pienso, siento y que me ocurren. Y nuevamente me quedo sin palabras.
     Lo cierto es que ahora me encuentro flotando, a pocos centímetros del suelo, sin llegar a tocarlo. No está el peso de tu racionalidad que me ayuda a estar pegada a él. Mi día a día pasa, y vivo, y aprendo, y evoluciono, pero... ¿qué hacer cuando extrañarte me supera? ¿qué hacer cuando nos veo abrazados en el hall de entrada? y pienso "¡oh, es él, está aquí!", más ¿cómo vas a estar si a quienes veo son a ti y a mi?
     Tu fantasma recorriendo nuestro hogar me reconforta, pero no quiero que mi felicidad penda del hilo de un recuerdo. No quiero quedarme anclada a ello. Así como evoluciono en lo demás, quiero evolucionar contigo. Sé que me amas y sé que te amo. ¿es esto suficiente?
     Soy feliz al moverme en ese ámbito. Soy feliz al saber que eres feliz y que estás bien. Y cuando pienso en ello se abre un hueco en los nubarrones y puedo ver unos fuertes rayos de luz. Aunque es verdad que extraño tu compañía, tu conversación, tu modo de expresarte, de mirar, de quitarle hierro al asunto, de reír, en definitiva, tu persona.

Continuó escribiendo, desahogando sus males, su dolor, su angustia, y al terminar de escribir la carta cogió la hoja de papel con cuidado y sopló sobre la tinta reciente para que se secase con más rapidez, dobló la hoja en tres y la metió en un sobre. Calentó el lacre y virtió 3 gotas que después presionó con un sello con su inicial. Una vez hecho eso cogió el sobre, lo miró durante varios segundos y, suspirando larga y profundamente, y cerrando los ojos, arrojó la carta al pequeño montón de cartas que había al lado izquierdo del escritorio de caoba. Miró durante unos segundos el remolino de polvo que había creado al caer el sobre sobre los demás. Una lágrima escapó y ella rápidamente se la enjugó, con la esperanza de no haber abierto el portón que sujetaba el mar que albergaba en su interior. Se levantó con la elegancia que nisiquiera la amargura podía destruir y solemnemente abandonó la estancia, cerrando las puertas tras de sí.



Lentamente, fue levantando los dedos del teclado, sin dejar de mirar a la pantalla del ordenador. Sus ojos estaban rojos y cansados de tantas horas delante de ella. Miró su reloj. 
-¿Las 4 ya? dios mío, como vuela el tiempo. 
Cerró los ojos para descansarlos mientras se estiraba en su silla, profiriendo un gran bostezo.
-Me parece que ya es suficiente por hoy, ¿ no crees, Layla?- dijo Narciso -. Llevas ya varios días acostándote a horas tardísimas y despertándote temprano. Este ritmo va terminar haciéndote enfermar.
-Lo sé, lo sé. Pero la editorial quiere el libro en menos de dos semanas- Dijo Layla, pasando la mano por sus cabellos -. He pensado ya un nombre para él: "La dama que escribía cartas de amor" ¿qué te parece?
-Me gusta. Pero ven a dormir ya, anda.
Layla se incorporó, después de apagar el ordenador habiendo guardado lo escrito, y siguió a Narciso a su habitación, pero se quedó unos segundos en la puerta de su estudio, miró hacia atrás y, con una cansada sonrisa, susurró:
-Buenas noches, Jacqueline.

jueves, 12 de septiembre de 2013

El sueño del alma enjaulada.

Como en casi todos los sueños que tenemos, nunca recordamos el principio. Y es más, ni siquiera dentro del sueño, si intentas recordar, logras saber cómo se inició el mismo.
Y así, por la mitad, es por donde ella se ve, caminando en una enorme casa, un palacio muy soleado, con gente que pasa a su alrededor. Es como un especie de casa-museo. Ella va junto a un grupo reducido que reconoce como familiares. Va caminando, despacio, a una cámara lenta tan sutil que apenas se nota, pero que le da belleza al movimiento.
Va paseando, observando todo atentamente, pero no sólo las obras de arte expuestas, sino las paredes de la casa, los jardines... la gente que pasa no le llama la atención salvo... un muchacho. Un muchacho que camina distraído, como mirando todo por encima, junto a un grupo reducido el cual, supone, son sus parientes. En un momento la traspasa durante segundo con la mirada. La ha visto, pero no la ha visto. No la ha percibido.
Ella se ha quedado congelada, observando lo que ocurrió. Continua caminando, subiendo pisos. Mirando las obras, las ventanas, los muebles. Hay un piano en la habitación en la que se encuentra ahora. Está cerrado. Va a salir de la sala cuando de pronto sus oídos captan el sonido de otro piano uno o dos pisos más abajo. Una melodía melancólica pero juguetona, feliz. Ella se vuelve a quedar congelada, mirando al piano. Se queda escuchando varios segundos, hasta que empieza a andar, primero lento y después con más firmeza hacia el piano. Abre la tapa, pero no hace nada. Cuando termina de sonar la melodía ella espera varios segundos en silencio, y después repite un trozo de la melodía principal de la canción que acaba de escuchar. Y para. Y escucha. Silencio. Al poco tiempo le responde el otro piano continuando la melodía donde ella la dejó. Ella se relaja y sonríe. Sabe que es él.
La melodía se detiene y entonces ella sabe que él la está buscando. Va a subir. Entonces, a toda prisa, cierra la tapa del piano, con cuidado, y sale corriendo de la sala.
A partir de ahí es borroso, imágenes sueltas. Se encuentran, pero no recuerda qué siente ni qué ocurre en esos momentos.

Y de pronto se despierta. Tiene frío, mucho frío.
Está en un lugar extraño, solitario y lleno de plantas.
No puede moverse.
A pesar de estar tapada siente todas las corrientes de aire y siente como su cuerpo se degrada.
Y de pronto aparece él, y ella sonríe en sus adentros.
Hace varios días que viene a verla, manteniendo charlas sin palabras, pero con sonidos.
Ese día ella tenía una propuesta para él.
Y él la aceptó.