sábado, 4 de octubre de 2014

Por amor a amarte.

   Subían en espirales los recuerdos y el humo del cigarro. Selyn se acomodó en su rojo sillón, mullido, lujoso, y miró sus piernas tonificadas por el baile y cubiertas de fina rejilla. Estiró una elevándola. La bajó casi dejándola caer soltando un suspiro y giró su cuerpo, acomodándose en el sillón. Pero ningún almohadón de las plumas más blandas retiraría de su conciencia sus remordimientos. Ningún tipo de ácido sería capaz de disolver, de destruir los recuerdos, profundamente sellados en su memoria.
   Con resignación, se levantó del sillón y caminó despacio, cruzando las piernas al andar provocando así un marcado y sutil golpe de cadera a cada paso que daba. Desprendía sensualidad estudiada. La sensualidad que toda bailarina de cabaret debe poseer. Y seguramente antaño habría poseído una ingenua espontaneidad, terriblemente sexy y atrayente para los hombres, pero de la cual ahora no quedaba ni rastro. Sólo, y oculta tras un velo, quedaba la dura corteza de quien lo ha pasado muy mal.
   Caminó hacia el balcón y se apoyó con ambos codos en el borde, doblando una rodilla y dejando la otra pierna estirada, dibujando en el espacio curvas con su figura.
   Abrió del todo los portones de su memoria y dejó que los recuerdos la inundaran por completo.


   El bullicio, las risas, risotadas, el humo, la música. Los polvos de maquillaje, los corsets y las plumas volaban y creaban un festín de colores y armonías que se empastaban perfectamente creando la clara sinfonía perteneciente al ambiente de un cabaret de alto nivel. Las jovencitas bailarinas correteaban de un sitio a otro expulsando por los poros nerviosismo juvenil, y sus risas formaban gorjeos que encandilarían a cualquiera. Se asomaban, inquietas, curioseando en los rostros del público, y volvían cada pocos minutos al camerino a retocar su inmaculado maquillaje.
   Selyn retocaba por enésima vez sus pestañas, tratando de alargarlas un poquito más, si cabía. Mirla, sentada a su lado y dando ya por terminada la labor de enrojecer al extremo sus carnosos labios, la miró con una sonrisa pícara a través del espejo. Selyn le devolvió la sonrisa, radiante.
   Entonces, Mirla se levantó y desapareció velozmente tras las vaporosas cortinas de uno de los probadores y Selyn, como hipnotizada, la siguió.
   Mirla era una de esas mujeres que cautivan sólo con el movimiento de su caminar o con el suave pero rápido batir de sus pestañas, La chispa de sus ojos, escondida tras la frondosidad de las susodichas, removía los adentros del hombre más experto en el control de las emociones. Sus curvas parecían trazadas por el pincel de un pintor de pasión enardecida. Brochazos precisos. Preciosos.
  Sus tobillos invitaban a descubrir sus mágicos pies de bailarina y sus muñecas hacían nacer de tus labios un cosquilleo casi incontrolable. Y sus senos... sinuosos, descubiertos en su justa medida y de perfecta proporción, parecían tener el sabor de la nata montada.
   Selyn la miraba, fascinada. Mirla sonreía. Avanzó un paso y agarró su rostro con ambas manos para besarla de manera impetuosa. Fue como echar un largo trago de vino caliente especiado.
   Todos los sentidos estaban volcados en la tempestad de aquel beso, salvo los oídos, que estaban atentos a cualquier sonido extraño que destacase de la masa general del bullicio.
   La separación fue tan brusca como la unión. Se miraron largamente, jadeando, con las mejillas encendidas, débilmente escondidas por los polvos del maquillaje.
   Sonaron unas campanitas rabiosas. Mirla sonrío.
- a escena.


   El cigarro estaba en sus últimas, y Selyn terminó con él estrujándolo contra el borde en el que se apoyaba. Miró el horizonte sin esperar ver más que la extensa ciudad que la rodeaba, envuelta por completo en una noche sin luna, una noche sin estrellas, una noche sin más luces que las amarillas y rojas pertenecientes a las viviendas y los pubs. Se giró para darle la espalda al horizonte y se apoyó de nuevo en sus codos y antebrazos, apoyando la espalda en la pared de hormigón del balcón. Cerró los ojos unos instantes. Los abrió con un suspiro, y miró por encima del hombro hacia el vacío que caía a sus espaldas, ofreciendo a su cuerpo un escalofrío de vértigo.


   Mirla siguió invitando a Selyn a momentos de lujuria, cada vez más profundos, y Selyn aceptó a ciegas todas sus invitaciones. Crearon un amor que nadie veía, y cuyo cauce cursaba por los probadores, debajo de las oscuras escaleras, detrás de los biombos... y se alimentaba de las miradas fugaces a través de los espejos, de los guiños lanzados entre los cruces de las coreografías y de los escalofríos causados por los roces casuales al prestarse el carmín o los polvos para las mejillas.
   Sin embargo, las fuerzas no estaban igualadas. Mirla vivía por y para su carrera artística, y Selyn vivía por y para Mirla. Y todo fue bien mientras la vida de ambas se concentró en el cabaret.
   Pero nada es eterno.
   La llamaban "la noche de las gatas" y ocurría una vez cada tres meses. Esa noche todas las bailarinas salían a escena a representar su mejor actuación, pues los cazatalentos más importantes se encontraban allí, con las plumas como espadas, esperando ser desenvainadas y las miradas afiladas y atentas. Esa era la oportunidad para pegar el salto a la fama tan deseada.
   Selyn nunca había sentido especial atracción por aquella noche. Ella bailaba sin más aspiración que el simple placer de danzar y ser admirada. Pero Mirla esperaba con emoción esa noche, y trabajaba intensamente para demostrar su valía y tener la oportunidad de llegar alto. Muy alto.
   No tenía, sin embargo, una ambición malsana. Sólo soñadora.
   Llegó, pues, de mano de un joven, apuesto y muy astuto cazatalentos, su soñada oportunidad. Y así como se deshace uno sin pensar de un carmín que se ha acabado, Mirla dejó el cabaret sin mirar atrás y con un brillo intenso en la mirada. Y a Selyn, destrozada.


   Se encendió otro cigarrillo, tardando un poco por el temblor de sus manos debido al frío. Una vez encendido se frotó los brazos con las manos en un inútil intento de aportar calor a su cuerpo. Daba igual. Su alma estaba tan fría como esa noche y desde hacía demasiado tiempo.


   El abandono de Mirla la había dejado ciega, tambaleante, como un animalillo malherido, y con una herida tan grande que ni una noche había dejado de sangrar. Y así fue como Selyn la dejó después. Con un brutal golpe en la sien del lado izquierdo y una alargada herida en la espalda que sangraba por dentro y por fuera, inundando por dentro los pulmones, y por fuera, el suelo de baldosas blancas y negras.
   Tumbada boca abajo yacía Mirla, hermosa como siempre había sido. Libre, como siempre había sido. Ese pensamiento irritó todavía más la ya desquiciada mente de Selyn, que, con mirada inyectada en sangre, y haciendo uso del puñal manchado de su previa utilización, cortó la hermosa cabellera castaña de Mirla, para humillarla. Miró el cabello que tenía en sus manos y, acercándolo a su rostro mientras cerraba los ojos, aspiró su perfume. Una oleada de sensaciones recorrieron su cuerpo con la fuerza de un prologado orgasmo. Selyn quedó hecha un ovillo en el suelo, sobre el charco de sangre de Mirla, sufriendo espasmos y llorando con los ojos secos.


   El humo se elevaba formando espirales, y ya ni siquiera le ardían los pulmones lo suficiente como para sentirse consolada. Cada día fumaba más, buscando ahogarse, quizás, vengando así la muerte de Mirla. Miró el humo disiparse con calma en lo oscuro de la noche. Y lo envidió. Envidió al humo. Y a la gente. Odió todo y a todos y deseó morir. Deseó volver a danzar con la despreocupación con que bailaba antaño. Deseó desprender de su alma el peso que Mirla y todos sus encantos ejercían en ella desde el primer momento en que ella le había entregado su amor. Deseó haber muerto con ella.
   Lanzó su cigarrillo sin apagar al vacío y sin más dilación le dio la espalda al balcón para meterse dentro del departamento.
 
 

miércoles, 1 de octubre de 2014

Reflexiones de espuma y sal.

   En un inmenso calor, sumergida, yergo mi cabeza y me veo rodeada de unas montañas de nieve caliente con laderas de diamante. Mis mejillas están encendidas.
   Levanto mis manos con lenta ascensión y separando los dedos que comprenden con la nieve unas manos de rana; unidos los dedos con membranas de micropompas transparentes.
   Apenas soy capaz de prestar mi atención al murmullo de acordes que resuenan. Es una melancolía dulce, de eco, y la transición dentro-fuera de la humedad condensada crea formas nuevas de escuchar; cambia el concepto. Deforma la idea.
   El calor que se concentra en mi cabeza me produce una sensación de agobio tan mínima que resulta hasta agradable estar atada. Gotitas calientes que resbalan de las sienes, en contrapunto.
   En las paredes se ha creado un fino papiro opaco y blanco que llora cuando se dibuja en él.
   Y yo simplemente levanto mis miembros sin objetivo ni meta alguno, sin sentido, sin coherencia, sólo por el movimiento. Sigue la sangre corriendo por mis venas, llega tarde al trabajo.
   Al tiempo que el tiempo pasa, mi cabeza da vueltas como una peonza de infinita inercia. Y la desaparición de las montañas se produce lentamente, sin llamar la atención, como un niño se escabulle con su golosina entre las manos.
   Pasado el tiempo me sorprendo observando la edad en mis manos, cerrando y estirando las palmas como hojeando el mapa de mi historia. Veo su fuerza a través de las arrugas.
   Cierro los dedos sobre sus yemas; aprieto. Pulgar encima del resto; giro un poco la muñeca. Paseo mis dedos por las laderas y montes de los meses sin fijarme en cuánto tiempo recorro.
   He abierto mis manos y he unido sus perfiles a fin de crear un cuenco el cual elevo hacia la luz. Las manos brillan, arrugadas... ¿veré igual el camino al cielo?
   Las montañas se han desvanecido, ya no quedan más que algunos minúsculos icebergs flotando en aguas que, aunque turbias, se mecen tranquilas. Y la música está tan baja que ni siquiera crea ondas en el agua.
   Se ha extinguido la música, y con ella el tiempo.
   Me siento mejor que al principio, y mi cabeza tiene ya algunos andamios de reparación.
   Al menos, ya no sangro.

Momentos del calendario que no me valen la pena.

   Hoy tengo los deberes sin hacer, y un descubrimiento que no me tranquiliza.
   El amor es la cara oscura de la luna.
   Si tiro hacia arriba estos demonios usan más fuerza y me succionan a los fondos. Ahí está oscuro. Hace frío... no veo. Y una chispita de luz. Y un gemido lejano. Una masa aguda de sonido empastado consigo mismo me está llamando y yo sé que ahí estaré bien, pero ¡maldita sea! no encuentro el camino...
   Hoy sangro y dejadme deciros que da igual por dónde. Tengo un cansancio que consideraría agradable de no ser por este nudo marinero que si lo pienso me hace vomitar. El vacío, pues nada más me queda cuando mis ojos son ciegos a mi realidad, y mi cabeza... mi cabeza no es fuerte; tú me lo dijiste. 
   No quiero ser una sobreviviente. Quiero ser una viviente.
   Y ahora es el momento. Ahora es el momento de ser valiente. Y no veo nada. Tengo tanto miedo que ni siquiera puede maquinar mi cabeza. ¡De que coño me sirve un estómago anudado! ¿dónde dejé mi caja de herramientas? un palo, al menos, para tirar este muro abajo...
   Oh, dejad de ladrar, felices. No os regodeéis, no es justo.
   ¿Y mi camino de baldosas amarillas...?
   Sólo quiero volver a casa.