domingo, 9 de febrero de 2014

Da-ffodil.

  Siempre esa manía. Después de una larga temporada, intensa, en la que no tenía tiempo ni de recordar el color de sus propios ojos: pasear por la casa, desnuda.
  Sentía el frío en sus pies, y cómo los escalofríos recorrían su espalda provocando que la arqueara. Y cerrando los ojos se reía de placer. Con el pelo largo y rizado hasta la cintura, acariciando su espalda con suavidad.
  Las manos cada vez más frías, la piel de gallina en los brazos.
  Recostada en el sofá, mirando el techo, las suaves almohadillas de las patas de su felino paseaban por sus mulos, su vientre, su pecho... el calorcito que emana su suave cuerpo en contraste con el frío que barniza su piel le resulta una sensación deliciosa.
  Sola y silenciosa, la casa.
  De cuando en cuando trotaba de un lugar a otro para entrar en calor, creando una brisa que se deslizaba por su figura vistiendo toda su piel de estremecimiento. Convertido su cabello en alas, rebotan dócilmente sus tirabuzones en su espalda obsequiando a las caderas con un cosquilleo.
  Se miraba al espejo y se sonreía. Se ama.
  No da mucho juego a ese romance; es consciente de él y lo cuida, nada más. Pero es imprescindible.

martes, 4 de febrero de 2014

Simpleza.

Un ramillete de romero perfuma. Perfuma la mesa en la que lo han dejado, la mesa de roble.
Está esperando. Atado con un cordel de lana de color violeta. Espera que ocurra... lo que tenga que ocurrir.
Mira por la ventana, distraído, para después ir deslizando la vista por el resto de la estancia... la cama de madera, las baldas de madera, los dibujos y figuras colgados en las paredes, los colores de las paredes, los mil y un detalles que en su conjunto cuentan una historia.
El romero sigue observando, en silencio. No puede hacer otra cosa, sólo es romero.