lunes, 14 de enero de 2013

Labios de consciencia.



En el suave y aterciopelado contorno del origen de sus coloquios, 
se encontraba una brecha.
Ésta era estrecha,
y cada vez que se tensaba el contorno, la brecha se abría, sangrando entonces.

Como una paradoja, la tristeza era la única cura, mas la alegría acecha en cualquier rincón y de vez en cuando salta, turbando la rutina de nuestro carácter. Es entonces cuando el dolor y la felicidad crean un excitante híbrido del cual se crea adicción. El salado sabor de la sustancia resulta desagradable, más si realmente se desea aquello a lo que se es adicto, la capacidad de ignorarlo hace que te acostumbres a ello y tu cuerpo termine no por no sentirlo, si no por aceptar esa constante sensación y asumirla como propia.
El tacto va palpando, ciego, curioso, la explanada. Toquetea sin descanso la zona débil. Busca salientes y rasga, morboso, hasta que en ocasiones el dolor frena su constante ruda caricia y es entonces cuando para, temeroso y expectante, esperando; pero la curiosidad vence al miedo para entrar de nuevo en el juego que se repite sin descanso, y va cada vez más lejos, hasta que llega al límite, porque todo posee uno. Ahí termina. Hasta que el dolor pasa y el cerebro olvida; entonces, curioso, vuelve a tropezar en el error, enfrascándose en un círculo vicioso del cual no se puede salir más que con la voluntad.
Pero, ¿Quién desea la voluntad cuando el dolor crea arte?


jueves, 3 de enero de 2013

La sinfonía del rocío.

Era ya bien entrada la madrugada.
Era una fría mañana de Enero y ella huía con paso ligero; huía del bullicio, del ruido, del humo, de la gente, de todo.
Cavilando.
Tan concentrada iba en sus pensamientos que habría sido inútil después intentar recordar el paisaje por el cual había transitado.
Derrepente frenó su marcha. Paró en seco y escuchó.
La niebla invadía la zona y la humedad se deslizaba por el ambiente, con avidez.
Ella observó. Escuchó.
Las brillantes gotas que colgaban de los árboles, movidas por la brisa temprana, caían sobre las rocas creando un dulce tintineo.
Ella suspiró. Giró sobre sus talones reanudando su marcha.
Pero nadie sabía que una lágrima se había fugado, de improviso, de uno de sus grandes y grises ojos; y al caer y golpear la roca creó el tintineo más hermoso de todos.
Nadie lo sabía ni nadie lo supo. Ella tampoco.
Y la luna la miró con ternura sonriendo levemente.