En el suave y aterciopelado contorno del origen
de sus coloquios,
se encontraba una brecha.
Ésta era estrecha,
y cada vez que se tensaba el contorno, la brecha se abría, sangrando
entonces.
Como una paradoja,
la tristeza era la única cura, mas la alegría acecha en cualquier
rincón y de vez en cuando salta, turbando la rutina de nuestro carácter. Es
entonces cuando el dolor y la felicidad crean un excitante híbrido del cual se
crea adicción. El salado sabor de la sustancia resulta desagradable, más si
realmente se desea aquello a lo que se
es adicto, la capacidad de ignorarlo hace que te acostumbres a ello y tu cuerpo
termine no por no sentirlo, si no por aceptar esa constante sensación y asumirla
como propia.
El
tacto va palpando, ciego, curioso, la explanada. Toquetea sin descanso la zona
débil. Busca salientes y rasga, morboso, hasta que en ocasiones el dolor frena
su constante ruda caricia y es entonces cuando
para, temeroso y expectante, esperando; pero la curiosidad
vence al miedo para entrar de nuevo en el juego que se repite sin descanso, y
va cada vez más lejos, hasta que llega al límite, porque todo posee uno. Ahí
termina. Hasta que el dolor pasa y el cerebro olvida; entonces, curioso, vuelve
a tropezar en el error, enfrascándose en un círculo vicioso del cual
no se puede salir más que con la voluntad.
Pero,
¿Quién desea la voluntad cuando el dolor crea arte?
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