lunes, 14 de enero de 2013

Labios de consciencia.



En el suave y aterciopelado contorno del origen de sus coloquios, 
se encontraba una brecha.
Ésta era estrecha,
y cada vez que se tensaba el contorno, la brecha se abría, sangrando entonces.

Como una paradoja, la tristeza era la única cura, mas la alegría acecha en cualquier rincón y de vez en cuando salta, turbando la rutina de nuestro carácter. Es entonces cuando el dolor y la felicidad crean un excitante híbrido del cual se crea adicción. El salado sabor de la sustancia resulta desagradable, más si realmente se desea aquello a lo que se es adicto, la capacidad de ignorarlo hace que te acostumbres a ello y tu cuerpo termine no por no sentirlo, si no por aceptar esa constante sensación y asumirla como propia.
El tacto va palpando, ciego, curioso, la explanada. Toquetea sin descanso la zona débil. Busca salientes y rasga, morboso, hasta que en ocasiones el dolor frena su constante ruda caricia y es entonces cuando para, temeroso y expectante, esperando; pero la curiosidad vence al miedo para entrar de nuevo en el juego que se repite sin descanso, y va cada vez más lejos, hasta que llega al límite, porque todo posee uno. Ahí termina. Hasta que el dolor pasa y el cerebro olvida; entonces, curioso, vuelve a tropezar en el error, enfrascándose en un círculo vicioso del cual no se puede salir más que con la voluntad.
Pero, ¿Quién desea la voluntad cuando el dolor crea arte?


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