Ojos de cristal. Cuya presencia altera la melodía de este palpitar. Eres tú, ojos de cristal, lo que trastoca aquello en lo que creo, lo que considero moral, y lo que no.
Mi persona puede sentir tu esencia en el aire, cuando se encuentra a escasos metros de ella. Eres tú, ojos de cristal, el que destierra la razón de mi conciencia. Haces que el suave roce de lo sensitivo no sea más que casual, y no veamos más allá de aquellas palabras que jamás pronuncias. El gesto que desprendes sin querer, delata todo aquello que deseo ¿O es quizás un espejismo? ¿Veo más allá de lo que veo? Y lo cuestiono, me cuestiono si realmente son tus ojos de cristal que me murmuran al oído o es este veneno infernal que quema mi interior poquito a poco, lo que me hace ver lo que veo.
Cada comienzo, al alba, mis ojos se abren con un eco en la memoria. El eco de ese mar de hielo que me observa y me sonríe de cuando en cuando. Ese trayecto eterno que me conduce a tus orillas, mar de hielo, me mantiene en una euforia agotadora, hasta que me encuentro en las profundidades de ese cristal, tu cristal.
Aún así, el tiempo que comparto contigo, ojos de cristal, resulta un remolino adverso que perturba mis sentidos y marea un corazón que por fuera parece fuerte y sereno, pero que por dentro está extremadamente desorientado. En el final, cuando emprendo la partida, resulta todo un caos, no hay palabras, no hay gestos, no hay adiós. ¿De verdad pides que acaricie tu áspera mejilla con la sutileza de mi debilidad? Se delatan sentimientos cuando es tu mano la que guía el trayecto del mentón y no es mi propia acción la que desencadena un objetivo.
De vuelta a mi terreno, a mi dimensión, el solitario camino hace que mi mente despierte de ese insomnio temporal y mi conciencia se revuelve, incómoda, en aquel su portador físico. Al llegar al destino, me encuentro con la esencia que capturó la mía antaño, como haces tú ahora, ojos de cristal. Esta esencia está aferrada a todo mi ser desde su más profundo abismo. Y me ata con su lazo seductor e invisible, haciéndome creer que soy yo la que controla cuán fuerte es el nudo, sin ser así.
Aquel ser por cuya existencia sentí estallar mi mundo en varias ocasiones no es ahora más que la sombra de aquello que fue. Sin embargo, el rastro sigue oliendo delicioso, y mi conciencia, ciega, se arroja al vacío de su lazo seductor.
La situación es cotidiana a la par que nueva y extraña. La experiencia no para de acribillarme y la madurez me grita: ¡Firme, soldado!. Mi conciencia observa, como alma anciana que es, el significado de los contenidos que me ofrece la vida. ¿Es una prueba que he de superar?, ¿Acaso esperas ver, expectante, cómo al ser un humano voy a errar?
En ciertos momentos, cuando mi espíritu permanece sereno y mi mente vuela por otros parajes, de pronto se percata de la comodidad y del bienestar en el que se encuentra. Y abraza con cariño la rutina en la que existe sabiendo que esa paz le conviene a un alma anciana. Más esa alma anciana reconoce como portador un cuerpo de edad temprana. Y cada uno tira hacia el lado contrario del otro. Una hacia la vida que tanto respeta y alaba las coplas de Manrrique, y otro a la vida que predica con orgullo la celestina.
Y yo te pregunto a ti, ojos de cristal ¿Qué es lo que debo hacer?