lunes, 9 de enero de 2017

A manos de la zarpa.

   Se había lanzado al mundo todavía envuelta en las sábanas de la inocencia, como una mazorca sin estrenar. Sus pieles fueron arrancadas casi a la fuerza, y antes de ser capaz de ser consciente de la desnudez obscena que la vida le obligaba a vestir, ya había reaccionado en defensa propia.
   Como estrategia, o tal vez como mensaje divino mal comprendido, dirigió su caminar a las calles más sucias. Observar desde el fondo mismo de la humanidad a la misma era un calmante de efecto casi tan poderoso como la heroína. No había más abajo para caer.
   Sentir el sol brillar le producía una sensación de indiferencia, aquella que te puede causar mirar el brillo falso de una pulsera de piedras de plástico del chino. Nada tenía de especial el sol de los días, y los días nublados sólo hacían de ese tránsito hacia la noche un momento aún más deprimente.
   En la noche estaba el verdadero brillo, si es que eso realmente existía.
   Estaba sola. Eso sólo significaba que, salvo por su honrado oficio, no mantenía interacción con personas. Combatía la soledad, por supuesto. Como todos hacemos. Compartía las horas finales nocturnas, después del cigarro último que sellaba el final de la jornada de trabajo, con su pálida y mejor amiga. Esa relación fue lo único de su vida que le inspiraba a cuidar con delicadeza.
   Con ella, esas últimas horas de la noche se convertían en una conversación con los astros. Y no importaba que hiciera frío. Salía a fumar al balcón estrecho de fierro de su mugriento departamento. Tan sólo estaba. Tan sólo era. Y de la mano de la sonrisa vital y del silencio de su albina compañera veía teñirse progresivamente de púrpura los bordes de la metrópoli, dejándose arrastrar por la somnolencia diurna.
   Un día, sencillamente, no despertó más.
 

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