domingo, 12 de febrero de 2017

Este, mi estimado invierno.


   Cada invierno se repite en mi ventana
la misma estatuilla natural e inconstante de Art Nouveau.
Un ramaje enrevesado, repleto de perlitas de cristal.

   Este invierno se presentó muy crudo
y, en el temblor perseverante de mi cuerpo, mi columna serpentea
mientras que mi piel se muestra como una gallina desplumada.

   He encontrado una armonía similar en mis espasmos
a la húmeda danza de las casi esferas fulgentes.
Y me siento menos sola.

   Ojalá que todos los días fuera tan sencillo
hamacarse en la mansa abstracción de estar con una misma
de la misma forma en que ahora me pierdo mirando lloviznar.

   El invierno se me antoja como el vivir una crisis existencial
por un período de 3 tristes meses.
Es la estación individual del ser humano.

   Y qué pronto se nos olvida entre todo este humo y cemento,
en este gris, mojado, mustio...
que debajo de nuestros pies la primavera está cogiendo carrerilla.

   Si alguna vez existió una feliz época
donde el invierno no fuera taciturno cada año, esa fue la niñez,
donde mojarse con la lluvia era nuestros orgasmos de adulto.

   El invierno nos obliga a mirarnos en su espejo de soledad invertida,
sin saber nosotros leer ese lenguaje.
Cuando aprendamos, estar en invierno será como estar en casa.

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