jueves, 16 de febrero de 2012

Tantas veces como quieras.

Las ramas del árbol se movían al son del viento, flotando en sus dulces manos, siendo acariciadas. Aquel árbol de tristeza soñaba con viajar, soñaba con ver más allá de la colina. Sus tristes ramas dibujaban paisajes en el agua, que al instante desaparecían sin dejar rastro. Sabía que nunca iba a morir. Sabía que jamás se movería de aquel sitio. Aún en los días más felices, en los que el sol brillaba alto, no podía evitar sentirse afligido. Aquel pesimismo ondeante que le rodeaba como la niebla rodea la luna en las noches más oscuras le acosaba en sus más terribles sueños. Más, en aquellos días de tormenta, de lluvia torrencial y viento desafiante, deseaba luchar con sus ramas, defenderse su ímpetu, vanamente, pero aquellas delicadas manos no hacían más que ser zarandeadas violentamente a placer del viento, que no parecía sino reírse de su inocencia, de la paz albergada que todos creían imperturbable. En el fondo la Tormenta no tenía más que envidia de aquel árbol. Ambiciaba su sabiduría. Su poder.
Pero el sauce seguía ensimismado en su soledad, en su silencio, ignorando todo cuanto poseía en su interior. En las noches de verano observaba, ensimismado, las luciérnagas que pululaban a su alrededor, sutiles, bellas, puras. Deseaba ser como ellas, vivir solo en verano, pero poder observar el mundo desde arriba y disfrutar de la brisa del aire en más de un sitio. Por desear, prefería la belleza de las mariposas, pero le disgustaba demasiado su coquetería y narcisismo. Tampoco le gustaba lo efímera que era la vida de las susodichas.
Un día cualquiera, ni muy alegre ni muy triste, ni muy soleado ni muy nublado, un dorado día de otoño, apareció por sus prados la Reina Runa. Esta dama era muy hermosa, pero no era como todas las Reinas de cuento. Su cabello era de color blanco, mas no era anciana, era joven y saludable. Su piel, ligeramente bronceada, tenía un suave color canela. Sus ojos eran de color pardo con sutiles ramas verdes que lo atravesaban. Su mirada era profunda e intimidante, pero sólo para aquellos que no sabían, que no conocían, que eran, por desgracia, casi todas las personas del  reino. Por ello la Reina paseaba sola por sus dominios, mirando, observando, pensando pero nunca hablando. Ella nunca había hablado y las malas lenguas decían que Dios le había privado de ese don. 
La Reina, poco a poco fue acercándose al Sauce que seguía dibujando, ensimismado, sus anhelos en el agua, hasta que éste se percató de la presencia de la Reina. Ésta pasaba las manos por las suaves hojas de sus ramas, como si de una cortina de seda se tratase. Elevó un poco las comisuras de sus labios, sonriendo tímidamente mientras cerraba los ojos, como si disfrutara enormemente de aquel simple acto. En aquel instante el Sauce sintió un escalofrío que lo recorrió desde la punta de las raíces a la punta de las ramas. Sintió unas enormes ganas de llorar. La Reina abrió los ojos, separó sus manos de las ramas y se dirigió al tronco del árbol caminando enérgicamente, y cuando estuvo frente a él se detuvo en seco. Miro hacia arriba, hacia su frondosa copa. y volvió a bajar la vista al frente. Acercó su delicado rostro y le susurró:

  - Todas las noches saldré a mi balcón, haga frío o calor, llueva o granice, y le pediré a las estrellas, al viento, a la luna y a los astros que te ofrezcan sus ojos. Entonces, por la noche, cuando duermas, podrás ver el mundo desde arriba, desde el cielo y desde el lugar que tú desees. Podrás saborearlo y contemplar su eternidad... Y lo mejor es que podrás no verlo sólo una vez, si no tantas veces como quieras.


http://www.youtube.com/watch?v=QWUDnCnAUxI&feature=fvst

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