A pesar de su tamaño menudo, con la corteza ya envejecida
por los siglos, este imponía un gran respeto a los seres que residían en aquel
lugar.
El murmullo del viento repartió fugazmente la noticia por
todo el bosque, y los animales se retiraron a sus madrigueras y escondrijos
dándole, así, la bienvenida al otoño.
Quedó todo el bosque en silencio, todo tranquilo. Entonces,
de una de las antiguas raíces del árbol, empezó a nacer un ser pequeño, muy
pequeño. Se retorcía, buscando el aire que le negaban las profundidades en las
que se encontraba, y empezó a ascender, escarbando en la tierra, percibiendo
cómo, poco a poco, se acercaba al calor de los rayos del sol y al frescor del
viento.
Salió. Probó su primera bocanada de aire, la cual le resultó
deliciosa, y sonrió abiertamente, observando con detenimiento todo cuanto la
rodeaba. Aquella pequeña hada se desenterró por completo, liberándose de las
raíces a las cuales todavía estaba sujeta. Caminó uno, dos, tres pasos y se
detuvo para dar una vuelta sobre sí misma mirando, asombrada, la inmensidad del
bosque.
Se pasó el día descubriendo, mirando, disfrutando de los
colores, observando las setas, hojas, flores, y a menudo se quedaba embobada
mirando los arcoíris que se producían por el reflejo de los rayos del sol con
las gotas de rocío.
Se hizo la noche y el hada volvió a Árbol Padre para
cobijarse entre sus cálidas raíces y quedarse profundamente dormida, protegida
de los peligros del bosque nocturno.
La pequeña hada fue creciendo, muy rápido, no habían pasado
ni 6 días y ya tenía en la espalda dos frágiles alitas castañas, con la forma
de una hoja de roble. Ese tipo de hadas no podían volar, se diría que las alas
únicamente servían de estética. Era un hada común, muy delgada y frágil, de
piel aceitunada, suave y tersa, con el cuerpo desnudo, cabello caoba, orejas
muy largas, finas y puntiagudas y unos oscuros y profundos ojos negros. No
tenía ninguna cualidad ni don, era únicamente un ser más del bosque que
correteaba y jugaba en él como parte del mismo.
Un día, escapando de las consecuencias de una de sus
travesuras, se dio de bruces contra un cuerpo cálido y flexible que estaba
acostado disfrutando de los últimos rayos del sol del otoño. El gato de rayas
anaranjadas se levantó tranquilamente y se acercó al hada que, aterrorizada,
retrocedió unos pasos; entonces, el felino paró de caminar y después de mirar
fijamente al pequeño e intranquilo ser, se sentó sobre sus cuartos traseros y
cerró los ojos dejando ver únicamente dos rendijas. El hada, poco a poco, se
fue acercando al animal, alargó el brazo y acaricio su suave pelaje. Se
sorprendió al notar que era diferente al del resto de los animales del bosque,
que lo tenían grueso y áspero.
De repente, como una chispa que brotó fugaz en su interior,
se dejó llevar por el impulso y se aferró a los cabellos del felino y, de un
salto, se sentó sobre su lomo. Acto seguido, el animal se levantó y comenzó a
trotar suave y silenciosamente atravesando el bosque y recorriendo lugares por
donde la pequeña hada jamás había estado anteriormente. Pasearon por el bosque
durante un buen rato, hasta que el hada vio que la espesura comenzaba a
disiparse y llegaban a campo abierto. Atravesaron un campo de trigo, dorado
como el sol. La pequeña hada miraba maravillada todo cuando le rodeaban a ella
y a su montura. Poco a poco se acercaron a un pequeño poblado, con pequeñas
casas de piedra, con las paredes cubiertas de musgo a causa de la humedad, y de
rojas tejas de barro entre las que había plantas que lograban filtrarse por las
rendijas de separación. Había mucho silencio en aquel pequeño poblado, mucho
vacío, y un melancólico y frío gris. Flotaba una tristeza muy profunda en aquel
lugar, cosa que sobrecogió al pequeño ser que se sintió desprotegido sin la
magia del bosque a su alrededor; se aferró con más fuerza al cálido pelaje del
gato, pegando por completo su cuerpo al del animal. En un momento dado, el
felino aminoró el paso hasta que dejó de trotar para darle paso a un andar
tranquilo, silencioso y despreocupado. Caminó hasta que llegó a una pared y se
paró unos segundos delante de ella. Al hada no le dio tiempo siquiera de pensar
que era lo que pasaba cuando, de repente, el animal pegó un brinco y saltó al
alféizar de una venta y ella se agarró como pudo al pelo del gato, evitando,
así, la caída. La ventana estaba abierta y el gato entró en la casa. De un
saltó pasó a la mesa, y allí se sentó. El hada, todavía asustada y algo mareada
se bajó de los lomos del felino y se sentó en el borde de la mesa, dejando las
piernas colgando y colocó su mano en el pecho, tratando de controlar su agitado
corazoncito.
Una vez se tranquilizó, observó el sitio donde se
encontraba. Era una pequeña, vieja y muy mal iluminada casita. Las telarañas
dominaban las esquinas de los techos y el polvo reinaba sobre todos y cada uno
de los muebles de la habitación. Observaba todo tan concentrada y detenidamente
que en el momento en el que reparó en la ancianita que dormitaba en su mecedora
de mimbre se asustó terriblemente y corrió a esconderse tras el gato, que lamía
tranquilamente su patita delantera. Al no notar ningún movimiento brusco, el
Hada se asomó de su escondrijo y volvió al lugar donde se había sentado
anteriormente.
A partir de ese momento no se interesó por nada más que
pudiera haber en esa habitación que no fuera aquella pequeña anciana que dormía
en su mecedora. Observaba su acompasada y dificultosa respiración. Su rostro,
surcado por las arrugas, tenía una expresión cansada, pero no de agotamiento,
si no cansada de los golpes de la vida, cansada de la experiencia, y de los
años que le habían pasado por encima. Sus largos y blancos cabellos estaban
recogidos en un simple moño en el que descansaba su cabeza como si de una
almohada se tratase. El hada la observaba, con curiosidad y, de algún modo,
admiración.
Llegó la noche y el hada se levantó del lugar en el cual
llevaba toda la tarde sentada, observando a la ancianita, se montó a lomos del
gato, y éste la llevo de vuelta al bosque.
Al día siguiente, el gato estaba esperándola en el mismo
sitio donde se la había encontrado por primera vez, y el pequeño ser, sin
dudarlo ni un momento se subió a su lomo y él se dirigió al poblado. Así
pasaron los días. Cada día el gato venía a recogerla y la pequeña hadita se iba
con él a la casa de la ancianita donde pasaba horas observándola dormir. Nunca
la vio despierta, pero sabía que estaba viva, pues veía ascender y descender
rítmicamente el pecho de la anciana.
Pasó el tiempo. El invierno, frío, blanco y silencioso. La
primavera, verde, viva y brillante, que dio paso al verano, dorado y sumiso. El
hada había pasado de ser un revoltoso e inquieto ser de la naturaleza para
volverse sabia y callada. Ya no jugaba en el bosque, no desde que había ido a
parar a la casa de la viejecita. Ya había perdido la cuenta de cuantos días
llevaba yendo a aquel lugar, pero aquello no parecía importarle. La anciana
cada día estaba más y más sumida en su eterno letargo, hasta que un día, como
tantos otros, el gato fue a recogerla y el hada cabalgó sobre su lomo, pero
cuando llegaron a la casita la anciana ya no estaba allí, y su mecedora
permanecía vacía. El hada se acercó al sitio donde siempre solía sentarse, en
el borde de la mesa, y encontró una nota doblada que ponía “Lisandra”. El hada
miró un segundo la nota, para después mirar al felino, que respondió su
interrogativa mirada en silencio. El hada volvió a fijar la vista en la nota.
¿Había percibido la anciana su presencia? ¿Había sabido que
la había estado visitando todo este tiempo? ¿Qué pretendía que hiciera con
aquella nota? ¿Debía ser su mensajera? Y si así era ¿cómo encontrar a la
persona a quien iba dirigida? Un gran torrente de dudas y preguntas
atormentaban la pequeña cabeza de aquella hada de espíritu puro y de alma
libre. Cuánto secretos había encerrado aquella anciana para ella. Cuantas
palabras había sido silenciadas por sus sellados labios y cuántos pensamientos habían
sido asesinados dentro de aquel cansado y envejecido cuerpo.
Buscaba respuestas, y a pesar de encontrarse inmersa en un
mar de preguntas y dudas, su frágil corazón tomó una decisión, una difícil
decisión. Se levantó y con sus dos manitas agarró con cuidado la nota. Suspiró.
No podía hacer ese camino sola. Por suerte, contaba con la ayuda de su
aterciopelado amigo. Suspiró nuevamente y posó la mirada en los últimos y
dorados rayos de sol del verano.
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