martes, 23 de agosto de 2016

El pasito tambaleante de un niño.


Escuché caer algunos puentes estos días.
Los escuché como un gran silencio que de pronto se hacía, y, de este modo... podía escuchar lo demás. Lo que está vivo.
Toda esa humareda de partículas limpias ¡que danzan como el estallido de una pompa de jabón! es todo cuanto queda en el derrumbe. Y el silencio.
Era tan acogedor en realidad. Todo aquel escenario gris.

Escuché algún que otro puente caer entre mis costillas. Los más recientes ceden por la mandíbula, y
con ansias, y hasta miedosa esperanza... atenta... con el aliento contenido... espero que caigan los que aíslan mi pecho y mi estómago.

Hace bien poco que pisé nuevamente mi templo.
Y me dí cuenta que había cambiado. ¿Tanto me ausenté?... ya no me gusta el chocolate como antes...
Casi dos años ha que abandoné sin intención de hacerlo este templo, ¡creedme, por Dios, cuando digo que quise volver, que lo intenté! 'Intentarlo' era darle una oportunidad al fracaso. Y los puentes no estaban del todo mal... secos, fríos, grises, acolchados, insonoros. Y vacíos.
Hace bien poco que volví; y la hierba ¡seguía verde...! 

Aún se hace difícil permanecer. 
Todavía tengo que hacer esfuerzos para poder entrar y el 'estar' no es aún la dinámica.
Los puentes que quedan cambian los laberintos y se me olvida un sendero que no existe más y entonces hay que inventarse uno nuevo. 
Pero... cada vez que llego levanto un nuevo altar. Limpio y acicalo con flores los otros. Los que han caído quedan tal cual, y, en las tardes de manto naranja, cuentan historias.
Cada día que llego veo que el templo es diferente. Las brisas no tararean igual. Tantas cosas han cambiado...

Quizás, cuando caiga el último puente, pueda volver a escribir un poema.

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