De pronto. Así, sin previo aviso, me siento pequeñita.
Ya no siento en mi cabeza los montones y montones de papeles, ordenados y desordenados. Ni está repleta de fotografías atrincheradas todas en un limitado corcho.
Como si alguien hubiera venido por la noche y lo hubiera guardado todo en el desván de mi memoria.
Sólo hay algunas hojas sueltas por el suelo, como un eco de lo que fue conocimiento fresco.
Y es el eco el que me acompaña en mi cabeza, y hace de mi mente una habitación demasiado grande para estar vacía.
En este instante todo es demasiado grande, dentro o fuera, para lo pequeñita que me siento.
No tengo en esta habitación ni una silla donde sentarme, ni una lámpara que ilumine este gris frío de no saber. No saber a secas. Este vacío que me llena tanto que tengo la sensación de que nada más cabe.
Por eso vomito. Vomito mi vacío en el dormir, en escribir, en no hacer lo que se supone que es lo que debería hacer porque me he comprometido. Me pasaré la vida buscando en mercadillos una balanza que equilibre la volatilidad y el compromiso.
Si casi hemos matado la naturaleza, ¿cuál es ahora nuestra naturaleza, como ser humano?; me pregunto eso después de haber sufrido la angustia de aceptar que mi estado de ánimo de hoy no está para afrontar la rutina que me construí en una sociedad que tiene cimientos de un material tan viejo y que, hoy por hoy, no nos es afín.
Creo en mi pasión. Pero a veces, en el cansancio, es difícil saber qué decisión tomar. Es difícil distinguir si la desgana de ayer no fue nada más que pereza y la desgana de hoy no es más que el anhelo de liberarse de una manada de la cual no puedes, y no quieres, seguir su ritmo.
Porque el ritmo que sigue el mundo humano actual que hemos (¡que han!) creado no es natural.
Peor que eso, es ridículo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario