El vehículo entró en movimiento mientras me reacomodaba en mi asiento.
Las ruedas del avión hacían mucho ruido por lo que, sorprendida pero ilusionada, miré por la ventana.
No tardé más de dos segundos en recordar que eso era un autobús y que yo regresaba a casa después de un día que atardecía melancólico.
Por un momento había saboreado la excitante sensación de estar montada en un avión, cinturón ya abrochado y tomando velocidad en la pista de despegue. La sensación de que la realización del anhelo de escapar, de abandonarse dejos, allí donde la realidad no golpea y se puede descansar los cardenales, se vería cumplida pronto.
El alivio de poder estar en un sitio donde puedes olvidarte de pensar si te quieres, o no. Donde pensar es innecesario y está más que permitido aflorar las emociones que, como pétalos espachurrados en un ramo, no tuviste fuerzas de ordenar y procesar.
Y puedes llorarlos, sudarlos, vomitarlos o transformarlos en sencillas pesadillas.
Esos días tan tristes en los que eres pesada y masturbarse resulta incluso angustiante.
Esos días tan tristes, como el de hoy, en el que la puesta de sol llora sin necesidad de nubes.
Esos días.
Y sigo en el puto bus.
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